DEBAJO DE MI CAMA
Son más de las doce de la noche. Fuera, a través de la ventana, una noche fría y húmeda, que anuncia por fin el arranque de las calderas, me hace sentir segura y cobijada. Cierro el libro que cada noche me lleva de la mano al sopor que precede al sueño, y, previo a apagar la luz de mi mesilla, un sentimiento infantil e irracional, me hace echar un vistazo debajo de la cama. No hay nada, sino fuera por la cálida sensación de confort que transmite el suelo de roble viejo y lustroso, diría que aparece aséptico, no da miedo. Sólo una antigua caja roja presidiendo el gran vacío rompe la oscuridad de su pequeño universo. Tiene un gran cierre plateado perfectamente centrado y apenas levanta un palmo del suelo. Es rectangular y sus esquinas dejan entrever el inexorable paso del tiempo pese a lucir orgullosa e imponente. Se sabe guardián de un gran tesoro. Creo que hace años que no la abro. Me ha acompañado siempre, en cada mudanza, desde ya no sé cuantos años.
Un cielo encapotado de lamas color pino, impecablemente alineadas, me transmiten una grata sensación de orden. Más allá, a través del perfecto paralelismo del somier, entreveo el azul claro del colchón. Al fondo, la colcha de color verde. Abajo, las maderas del suelo, perfectamente encajadas como un puzle sencillo, brillan intactas. Nadie las ha pisado. En las cuatro esquinas, acotando el ecosistema de mis miedos nocturnos, redondas y de un gris plomizo fuerte y protector, cuatro robustas columnas custodian cada noche el secreto de mi caja y de mis sueños, que esta noche serán buenos, para recordar, quizá los guarde en la caja.
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